La
sombra nefasta retrocedía, el niño indio nos protegía. No bajaba los brazos. Yo
estaba estupefacto. Tenía ganas de vomitar. En buen momento Ringo se calmaba.
Ya no galopaba. Trotaba. De todos modos tenía que detenerse. Para conseguirlo
tironeaba de sus pelos. Finalmente se detenía a un lado de la cápsula.
Resoplaba. Estaba exhausto. También yo tenía la lengua fuera de los labios. Sofía
seguía echada en mi espalda. Necesitaba reanimarla. No oía la voz del gato. Los
felinos siempre han caído bien parados. Zamarreándola, la recuperaba. El niño
indio seguía con los brazos en alto. La sombra había desaparecido. Estábamos a
salvo. Tenía que abandonar el lomo del caballo. Saltaba. Decenas de hormigas
cortadoras de pasto recorrían la superficie por un camino recto que ellas
mismas parecían haber diseñado. No tenía tiempo para contemplarlas. Sorpresivamente
el gato se lanzaba sobre mis brazos. Lo agarraba del cuello. Me estaba arañando
el pecho. Lo soltaba. Pobre Sofía, tenía la mirada extraviada. Extendiendo mis
brazos la ayudaba a bajar del caballo. ¡Maldición, la tierra se estaba agrietando!
Algo impensado estaba pasando. La cápsula se desinflaba. Tenía la espantosa sensación
de estar situado en un epicentro. Cual gelatina la tierra vibraba, y luego se
abría, entre el indiecito y nuestros corazones agitados un extraño terremoto
nos estaba delimitando. Nos echábamos al pasto. El caballo huía desesperado. La
grieta oblonga era extensa. Su longitud superaba los diez metros. Su anchura,
mi estatura. Tengan en cuenta que sobrepaso el metro ochenta. Del otro lado el
niño indio bajaba los brazos. Se estaba volteando. Tenía cara de pánico. Nuevamente
la tierra estaba vibrando. De pronto, ¡crack!, la grieta se hacía más grande, como
si estuviera embroncada, pero no, algo estaba asomando: cientos y cientos de
hormigas coloradas escapaban de su ambiente subterráneo. Eran los mismos
insectos que minutos antes me habían atormentado. El niño indio corría en
dirección a las malezas que lo habían presentado. Se estaba armando con el arco.
Mientras tanto las hormigas se agrupaban, formando bultos del tamaño de un zapallo.
Jamás en mi vida había presenciado semejante suceso extraño. Retrocedíamos, gateando.
Implacables, las hormigas se estaban multiplicando. No podíamos quitarles la
mirada de encima. A nuestras espaldas se oían los relinches de Ringo. Girando
el cuello tomaba conocimiento de que se había detenido a una veintena de
metros. El viento soplaba con fuerza. Estábamos ensimismados, o concentrados en
las hormigas inquietas, hasta que de pronto algo más extraño nos dejaba patitiesos.
Era una pata. Tenía pelos. Y luego varias más. Aquella cosa dantesca utilizaba
sus miembros para trepar la grieta y alcanzar el suelo. ¡Era una hormiga
gigantesca!