sábado, 30 de abril de 2016

ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #134)


— ¿Vamos a morir? —me preguntaba con la voz quebrada.
— ¿Vos querés morir?
— Aún tengo demasiados sueños incumplidos.
— Entonces aceptemos el reto —la desafiaba, soltándole la mano.


ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #133)


Huir no tenía sentido: la hormiga reina si quería nos atrapaba, entonces nos parábamos, tomados de la mano, viendo como la bestia erguía las antenas y chirriaba. El niño indio no hacía nada. Era mejor que no atacara. Otro flechazo podía condenarnos a la parca aciaga.


domingo, 24 de abril de 2016

ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #132)


Incrédulos, nos quedábamos perplejos. La hormiga era más voluminosa que el caballo. Había sacado el cuerpo completo. Torpemente se desplazaba hacia el otro lado de la grieta. El indiecito nos decía cosas. Por supuesto no comprendíamos el significado de aquellas palabras. Levantaba su arco. Le apuntaba una flecha. ¡Que no se te ocurra lanzarle un flechazo!, alcanzaba a decirle, balbuceando. El aspecto del insecto era pavoroso. Tenía ganas de vomitar. Entre convulsas arcadas, respiraba. El niño indio le seguía apuntando, pero repentinamente la bestia tan temida se volteaba para enseñarnos el aire tétrico de su mirada: tenía al menos seis patas, con garras, un par de ojos negros del tamaño de mis manos y dos antenas que, por detrás de sus mandíbulas atenazadas, sobresalían de su cabeza como espadas. Encima emitía un zumbido que hasta me ponía tiesas las pestañas. ¡Tenemos que irnos!, tartamudeaba. En esos instantes el niño indio sorprendía con un flechazo que cual balazo perforaba su tórax. Los ojos de la bestia se desorbitaban. Chillaba. Me orinaba el pantalón. Tiritaba de espanto. Las hormigas se agrupaban buscando formar un escudo protector. Estaba muy tenso, también Sofía que no paraba de pellizcarme el antebrazo. La hormiga reina padecía la herida. Su tórax perforado expulsaba una sustancia viscosa. Era verdosa, tal vez más que el pasto. Sus chillidos carecían de armonía. Cabeceando, sacudía las antenas para todos lados. De pronto cientos de hormigas trepaban por sus patas delanteras. Se dirigían a la herida. La flecha seguía incrustada. Cooperaban para extraer el proyectil que la lesionaba. Increíblemente la flecha era sacada. Yo no entendía nada. Para males la bestia elevaba su cara endemoniada. Nos miraba, sus ojos negros irradiaban bronca. El miedo me paralizaba. Temía lo peor. Lo presentía. El indiecito no decía nada. Una vez más apuntaba su arco en dirección a la fiera. No disparaba. Todas las hormigas se agrupaban en la herida para taparla. Se amontonaban para impedir que esa cosa horrenda continuara perdiendo sustancias viscosas. Después de mucho tiempo elevaba plegarias. Sin embargo las súplicas no ayudaban: la hormiga reina se recuperaba. Apretaba las mandíbulas, tal vez las preparaba para descuartizarnos. De su boca escapaba una baba asquerosa. Chirriaba. Todas las hormigas se apartaban. Escapábamos o terminábamos en sus garras.


ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #131)


La sombra nefasta retrocedía, el niño indio nos protegía. No bajaba los brazos. Yo estaba estupefacto. Tenía ganas de vomitar. En buen momento Ringo se calmaba. Ya no galopaba. Trotaba. De todos modos tenía que detenerse. Para conseguirlo tironeaba de sus pelos. Finalmente se detenía a un lado de la cápsula. Resoplaba. Estaba exhausto. También yo tenía la lengua fuera de los labios. Sofía seguía echada en mi espalda. Necesitaba reanimarla. No oía la voz del gato. Los felinos siempre han caído bien parados. Zamarreándola, la recuperaba. El niño indio seguía con los brazos en alto. La sombra había desaparecido. Estábamos a salvo. Tenía que abandonar el lomo del caballo. Saltaba. Decenas de hormigas cortadoras de pasto recorrían la superficie por un camino recto que ellas mismas parecían haber diseñado. No tenía tiempo para contemplarlas. Sorpresivamente el gato se lanzaba sobre mis brazos. Lo agarraba del cuello. Me estaba arañando el pecho. Lo soltaba. Pobre Sofía, tenía la mirada extraviada. Extendiendo mis brazos la ayudaba a bajar del caballo. ¡Maldición, la tierra se estaba agrietando! Algo impensado estaba pasando. La cápsula se desinflaba. Tenía la espantosa sensación de estar situado en un epicentro. Cual gelatina la tierra vibraba, y luego se abría, entre el indiecito y nuestros corazones agitados un extraño terremoto nos estaba delimitando. Nos echábamos al pasto. El caballo huía desesperado. La grieta oblonga era extensa. Su longitud superaba los diez metros. Su anchura, mi estatura. Tengan en cuenta que sobrepaso el metro ochenta. Del otro lado el niño indio bajaba los brazos. Se estaba volteando. Tenía cara de pánico. Nuevamente la tierra estaba vibrando. De pronto, ¡crack!, la grieta se hacía más grande, como si estuviera embroncada, pero no, algo estaba asomando: cientos y cientos de hormigas coloradas escapaban de su ambiente subterráneo. Eran los mismos insectos que minutos antes me habían atormentado. El niño indio corría en dirección a las malezas que lo habían presentado. Se estaba armando con el arco. Mientras tanto las hormigas se agrupaban, formando bultos del tamaño de un zapallo. Jamás en mi vida había presenciado semejante suceso extraño. Retrocedíamos, gateando. Implacables, las hormigas se estaban multiplicando. No podíamos quitarles la mirada de encima. A nuestras espaldas se oían los relinches de Ringo. Girando el cuello tomaba conocimiento de que se había detenido a una veintena de metros. El viento soplaba con fuerza. Estábamos ensimismados, o concentrados en las hormigas inquietas, hasta que de pronto algo más extraño nos dejaba patitiesos. Era una pata. Tenía pelos. Y luego varias más. Aquella cosa dantesca utilizaba sus miembros para trepar la grieta y alcanzar el suelo. ¡Era una hormiga gigantesca!


sábado, 23 de abril de 2016

ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #130)


La sombra nefasta seguía avanzando y nosotros girábamos, viendo como el niño indio se paraba sobre unos yuyos con los brazos en alto. Increíblemente la estaba desafiando. Tanto era así que la sombra nos rodeaba, formando un círculo en el cual estábamos nosotros. El indiecito tenía poderes mágicos. No bajaba los brazos, como si hacerlo nos mantuviera a salvo. Me sentía mareado. La frente de Sofía descansaba en mi hombro izquierdo. Se había desmayado. Es que Ringo no cesaba de dar vueltas como un trompo.


ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #129)



—Creo que deberíamos abandonarlo —sugería yo mientras el gato arañaba mi espalda.
— ¿Quién ese ese chico?
— ¿Qué chico?
—El mismo que avanza a nuestras espaldas.
Con el brazo tembloroso señalaba al indiecito. Ya no llevaba el arco, menos aún las flechas, en su reemplazo alzaba las manos en dirección a la sombra nefasta, tal vez imponiendo resistencia. En esos instantes de pavoroso desconcierto Ringo comenzaba a dar vueltas alrededor de la cápsula, como una calesita. No se detenía. Por cierto sentía nauseas.