Despertaba. Entre lentos parpadeos tomaba conocimiento de que mi cuerpo
estaba tendido en el suelo. Unos cardos pinchaban mi espalda. La casilla había
desaparecido. A mi lado estaba Sofía, reposando la cabeza sobre mi hombro
derecho. También se había desvanecido. Y entre sus piernas abiertas estaba
Astor, que al verme reaccionar se abalanzaba sobre mi pecho. Tal vez nos creía
muertos. Repentinamente irrumpía en nuestras narices un vendaval intenso. El
cielo estaba estrellado pero la ráfaga de viento era violenta, tanto que hasta
que tenía que esforzarme para mantener los ojos abiertos. Los pastos parecían
desprenderse de la tierra. En esos instantes Sofía recuperaba el conocimiento.
Su cabello danzaba al compás del viento. De pronto volvía la calma pero una luz
rojiza y esférica nos envolvía con un pavoroso silencio. Me incorporaba. No
había nada en el cielo. Sorpresivamente mi cuerpo pesaba más de la cuenta.
Sujetando su antebrazo le pedía que se irguiera. Los relinches de un caballo
llegaban desde las inmediaciones de la esfera. Había un galpón a unos treinta metros.
Nos abrazábamos. ¡Te quiero!, repetía con las emociones encendidas. Intentaba
apartarla pero sus brazos presionaban mi espalda con fuerza. Comenzaba a sentir
un ardor en el cuero cabelludo. Con la misma sensación de extrañeza soltaba mi
cuerpo para tocar su cabeza. Confundido tomaba su mano izquierda y le rogaba que
me siguiera. Nos dirigíamos al galpón pero nuestros esfuerzos eran
en vano porque la esfera rojiza hacía muy arduos nuestros desplazamientos.
Tenía la espantosa sensación de estar corriendo en las profundidades de un océano.
Restaba una decena de metros para escapar de la esfera. Todo era pausado, abrumador
y lento. Me costaba horrores girar el cuello.