El silencio perturbaba, perdíamos la calma. Mierda, no se escuchaba
nada. Las criaturas alienígenas se habían esfumado, o tal vez nos estaban
preparando una emboscada. Sorpresivamente una fuerza extraña sacudía la casilla
y la hacía rodar como si fuera una pelota. La casilla rodante rodaba. Se me
había escapado el cuchillo. Nuestros cuerpos colisionaban. Impactábamos contra
el techo, el piso nos golpeaba con violencia. Me dolían todos los huesos. Tenía
nauseas. Tan sólo me limitaba a proteger mi cabeza. Sofía se desgargantaba
rogando lástima. Repentinamente volvía la calma. Nuestro piso era el techo, la
casilla había sido volteada. Con el alma desgarrada advertía su desvanecimiento
porque respiraba. Pese a todo, suspiraba. El gato maullaba. Un tramo de pared
nos distanciaba de la puerta. La puerta estaba invertida y se había destrabado
porque estaba entreabierta. Teníamos que escapar pero primero necesitaba reanimarla.
Me preocupaba que el inodoro pudiera golpearla. Por encima de su cráneo colgaba
como una lámpara. ¡Despertate!, le suplicaba, moviendo su cuerpo para que la
pared respaldara su espalda. No reaccionaba. El gato se frotaba contra sus
piernas. Levantando la mirada inspeccionaba la puerta. Urgía atravesarla y
circular por el techo como lauchas. Quedarse en esa casilla constituía una
trampa. La oscuridad no cooperaba. Encima no se oía nada. Preocupado, me
acercaba a su cara. Le besaba los labios. No funcionaba. El gato trepaba por su
vientre. Valiéndose de su lengua, le lamía la cara. Sofía despertaba. ¡Te
quiero!, le expresaba, abrazándola.