¿Quiénes son?, susurraba a mi oído. No podía hilvanar las palabras. Encima
mi lengua estaba como anestesiada. Me concentraba, mi cerebro inquieto perseguía
calcular cada movimiento. Las jodidas criaturas recorrían el pasillo. No se
detenían. Astor no maullaba. Apenas ronroneaba. Nos había delatado, como mis
manos que caprichosas ponían de manifiesto mi desenfrenado nerviosismo. ¿Qué culpa tenía el
gato de todo lo malo que nos estaba ocurriendo? No soltaba el cuchillo. Me
sentía un justiciero. No pensaba meterlo en mi bolsillo ni aunque me amputaran los
testículos. De pronto no se oían ruidos, ni siquiera esos chirridos
insoportables que tanto pánico nos habían imbuido.