¡No tengas miedo!, intentaba calmarla a la distancia, pero otro cruel
puñetazo abofeteaba nuestras esperanzas, y de inmediato otros cuatro,
consecutivos y cada vez más despiadados. ¿Para qué mentirles?, sentía que me
asestaban varias puñaladas en la panza. Sofía se había parado, alzaba el gato, tenía
la cara empapada. Oprimido, me acercaba para consolarla. La abrazaba. Con su
frente en mi hombro izquierdo, lloraba. El gato maullaba. Tomándola del brazo
derecho la llevaba al baño. ¡Ingresen que ahora vengo!, alcanzaba a decirle, derrengado.
Cerraba la puerta. De inmediato corría hacia la cocina, desesperado. En la
alacena había visto un cuchillo de monte. Estaba tan afilado que casi me corta
la mano. En el bolsillo izquierdo del pantalón llevaba el martillo. Necesitaba
armarme. Por cierto las escopetas no eran de mi agrado. Nuevos golpes
castigaban el techo. Estaba entrando en pánico. Ya no oía llantos. Regresaba al
dormitorio. Fijaba la mirada en la ventanilla. No veía más que pasto. Volviendo
a la cocina tomaba conocimiento de que manoteaban el picaporte. La puerta
seguía trabada. Suspiraba. Con el cuchillo en alto me ubicaba a un lado. Mis
omóplatos rozaban la pared de madera. Tenía el cabello erizado. ¡Crack!, la
puerta se estaba destrabando. Cuatro dedos largos, delgados y muy blancos
estaban asomando. No tenía uñas. No me animaba a nada, ni siquiera a amputarle
la mano. Metiendo el cuchillo en el bolsillo del pantalón corría en dirección
al baño. Entraba. La puerta tenía una traba. El gato se restregaba contra mis tobillos.
Sofía me abrazaba, no soltaba mi espalda. Para nuestro bienestar la puerta ya
estaba trabada y la ventanilla era tan pequeña que ni el gato podía
atravesarla.