Las plantas de maíz comenzaban a sacudirse, metros adentro, en el cultivo.
Una fuerza misteriosa las estaba zarandeando. No reaccionábamos. Estábamos
tiesos, como las mismísimas varillas del alambrado. Con un tembleque en las
manos, apuntaba la linterna. Algunos choclos eran despedidos. Caían como granizos.
No se pregunten cómo hice pero atravesaba el alambrado. Sofía me rogaba que no
lo hiciera. Para detenerme sujetaba mi antebrazo. La ignoraba, mi espíritu
valiente me estaba empujando. A paso lento me iba adentrando. Con el haz de luz
alumbraba un surco. Me volteaba, me preocupaba que ya no dijera nada. Pobre
Sofía, había entrado en pánico, estaba llorando. Regresando la mirada al cultivo
oía un chirrido. Sudaba. Las dudas taladraban mi calma. Recorriendo el surco
detectaba el paso fugaz de un ser extraño. Apenas sobrepasaba mi cintura, era
muy bajo. Por la contextura física no era un ser humano. Retrocedía varios
pasos. Chocaba mi cola contra el alambrado. Sofía me preguntaba qué había avistado.
No le respondía. Estaba aterrado. Me agachaba para volver a traspasar el
alambrado.
— Tenemos que irnos —balbuceaba, espantando.
— ¿A dónde?
— A la casilla. ¡Dame la mano!
No caminábamos, corríamos como galgos.