Tras hartarnos de comer como dos desaforados, pisábamos el pasto. Al
igual que los tiranos, el gato se había ausentado. Su ausencia me estaba preocupando.
En mi mano derecha llevaba la linterna que Sofía me había prestado. La luz
tenue indicaba que las pilas se estaban acabando. El rocío cubría los
pastizales. Estaba mojado. Yo lo percibía, mi zapatilla derecha presentaba un
agujero en la suela. Pese a que la oscuridad amedrentaba un poco, caminábamos, atraídos
por el cielo estrellado. A unos doscientos metros de la casilla nos detenía un
alambrado. Del otro lado se imponía un maizal, el mismo que Sofía había invadido
para conseguir los choclos.
— ¿No te resulta extraño que el gato haya desaparecido? —soltaba mi
duda con los codos apoyados en el alambrado.
—Un poco, ¿para qué negarlo?, si me había acompañado a todos lados.
Las plantas de maíz superaban el par de metros. Yo los alumbraba, como
si Astor se escondiera entre los tallos.
—Cuando era un niño solía meterme en los maizales. Una vez me adentré
tanto que luego no podía hallar una salida.
En ese ínterin se oía un maullido. Desde el maizal había arribado. Repentinamente
reaparecía Astor, corriendo por un surco. Mi corazón se pausaba. Las uñas
filosas de Sofía lastimaban mi antebrazo derecho. Extrañamente el gato no se
detenía, como si huyera de algo. Con la linterna seguía sus movimientos. Indiferente
a nuestra presencia, continuaba avanzando en dirección a la casilla, siempre maullando.
¡Tengo miedo!, se sinceraba, tomando mi mano derecha. Yo también lo tenía. Mi
cuerpo estaba tiritando, tanto que hasta tenía que esforzarme para concentrar
la luz en un punto fijo. No intercambiábamos palabras, sí muchos nervios, me
estaban carcomiendo.