— ¿Pudiste usar la cocina para prepararme esta
delicia? —le preguntaba descansado, sujetando con las manos uno de los choclos
que estaban en mi plato.
— Mientras juntaba leñas para una fogata que de
antemano me frustraba, se me ocurrió probar si la cocina podía ser utilizada.
La garrafa estaba cargada.
Mis incisivos centrales perforaban los granos del
choclo que tenía en la mano. Tenía tanto apetito que podía devorarme un lote
entero. Me atraía contemplar la manera en que ella cogía el choclo y lo llevaba
a sus labios. Lo hacía con una delicadeza jamás vista. Por momentos levantaba
su mirada y sonreía. Era tan bella que un grano de maíz se había pegado en su
mentón y sin embargo pasaba a segundo plano. Estirando el brazo derecho se lo despegaba.
Luego lo llevaba a mi boca para tragarlo, tal vez para inspirarle confianza.
— ¿Te comiste el grano? —se sorprendía.
—No podemos desperdiciar la comida.
— ¡Qué exagerado! En estos campos hay tantos
choclos como pasto.
Tras una pausa donde tan solo nos mirábamos, rompía
el silencio como si mi último acto hubiera surtido el efecto esperado:
— ¿Qué curioso, no? Tiempo antes teníamos una
rutina, una agenda diaria, con todas las comodidades a nuestro alcance. Hoy en
cambio vivimos una vida precaria, como en tiempos lejanos, sin electricidad, rodeados
de aparatos que quieren masacrarnos.
—Siempre hemos sido un grano en el vasto desierto.
—Después de todo nunca nos hubiéramos conocido.
Nuevamente sonreíamos, con complicidad, en buen
momento. Por primera vez percibía algo intenso en su mirada. Los drones habían
exiliado a mi novia, a todos mis seres queridos, pero también me sometían a una
gran confusión de sentimientos, que a esa altura de los hechos no sabía, o no
quería afrontar.