—No lo tomes a mal pero me duermo —comentaba extenuado,
de regreso a la cocina.
Ella tomaba asiento en una banqueta, descansando la
espalda en la pared. Lucía relajada, Sofía. En la mesa había dejado la escopeta.
—Con esas ojeras tendrías que dormir hasta que la
cama dijera basta —me decía con una sonrisa—. Buscaré comida. También algunas
leñas. ¿Te gustan los choclos?
—Excepto los aparatos alados, me gusta todo,
sobremanera si viene de vos.
—Hay maizales por todos lados —se sonrojaba—, en
esta época deberían estar en su punto.
—En su punto está esa cama que ya no puedo parar de
desear —le decía y bostezaba, mientras regresaba al dormitorio, dándole la
espalda a esa mujer sagrada que hasta se ofrecía para cocinar.
Si hubiese estado descansado hubiera querido
comerle la boca, porque la deseaba, tal vez más que la libertad, pero en esos
instantes me interesaba descansar. Nada más. Las camas estaban desarmadas. Es
más, las sábanas blancas lucían polvorientas. No me importaba. Esperanzado, me arrojaba,
por debajo de una ventanilla cerrada. A mi lado derecho estaba la otra cama. Tenía
la ventanilla abierta. Tan cansado estaba que ni siquiera me había quitado las
zapatillas, al contrario, desde la cama usaba el calzado para quitármelas sin
tocarlas. Lo lograba. Mi muslo izquierdo ejercía presión sobre algo. No me molestaba
en saber de qué se trataba. Fui inmensamente feliz entre el sueño y la vigilia.