Hallar una morada constituía una odisea. La ciudad
azotaba mi alma. Casi todas las edificaciones habían sido aterradas. Por tal
motivo abandonábamos el casco urbano para adentrarnos en los retraídos y
solitarios descampados. Los caminos de tierra podían ser circulados. En un
campo avistábamos una caseta. Un monte la rodeaba. A unos cincuenta metros de
la casilla había una casa. También algunos galpones, y maizales por todos
lados. La tranquera que daba acceso al campo no tenía candado. Ingresábamos. Recorríamos
un camino delimitado por eucaliptus centenarios. La casa lucía arrasada, como
si un rayo la hubiese asolado. Llegábamos. Era una casilla rodante. Estaba
intacta. Tenías las ventanillas bajas. Apagaba el motor de la motocicleta.
Bajaba. Sofía seguía mis pasos. No decía nada. Abría la puerta. En el interior
de la casilla había una cocina que al mismo tiempo servía de comedor porque en
su centro había una mesa, con varias banquetas. Metros atrás, un baño. Apenas
contaba con una ducha y era muy limitado. De hecho no cabían más de dos almas.
En el fondo, recorriendo un pasillo estrecho, se ubicaba el dormitorio. Dos
camas de una plaza me hacían bostezar. Me salían lágrimas. Estaba exhausto.
Astor no había entrado, seguía aislado en el campo. En buen momento sentía el
pasto. Si yo fuese un gato lo hubiese acompañado, pero no me importaba otra
cosa que dormir como un tronco, ni siquiera masticar algo, y eso que mi estómago
estaba deseoso de alimentos. ¿Dónde estaba Rita? No podía parar de
preguntármelo.