La
media tarde había arribado. El paradero del caballo era incierto. Con mi mirada
extraviada intentaba rastrearlo pero no lograba avistarlo. Necesitaba asearme.
Para conseguirlo enterraba mis pies pestilentes en la superficie barrosa del
arroyo, a unos quince metros de Sofía y el gato, quienes al rayo del sol
descansaban con los cuerpos echados en el pasto. Erchudichu parecía un
satélite. Me había quitado el pantalón. Un calzoncillo negro cubría mis
genitales. En esos instantes tomaba conocimiento de que presentaba un gran agujero
en la zona del trasero. Con el arroyo hasta la cintura, salpicaba mi pecho. Repentinamente
un olor nauseabundo giraba mi torso. Olía a vaca muerta. Intranquilo, sumergía
las manos en las aguas fétidas. Algo había tocado. Sin darme cuenta estaba
rozando la pierna de un muerto. Arrastrado por la corriente, seguía su destino cruento.
Horrorizado, me alejaba del cauce. Nunca en mi vida había tocado un cadáver
humano.