Las ciruelas habían aliviado nuestros estómagos famélicos. Eran lo
suficientemente jugosas como para seguir comiendo. Nuestro almuerzo estaba
hecho. Tema aparte merecía nuestra cena, pero no podíamos vivir pendientes de
la comida. Sofía estaba en lo cierto: no vivíamos en un desierto. Los exiliados
no habían cosechado sus cultivos y esos campos ya no tenían dueño. En el peor
de los casos estábamos forzados a compartir las fértiles campiñas con las
criaturas alienígenas, porque los drones habían desaparecido y que yo supiera
no necesitaban comida. Me sentía un estanciero y no exagero.