Con las manos vacías, las siluetas de Sofía se instalaban en mis
recuerdos. Ella estaba a la vera del arroyo, vestida con la misma ropa de
siempre, otra no tenía, sentada en un tronco seco que también podía relajar mi cuerpo.
De hecho el gato estaba sentado a su lado. Vaya a saber uno por qué ese tallo
leñoso había terminado en aquel sitio, aislado de su especie, a la espera de su
petrificación.
—No pude conseguir alimentos —me lamentaba, tomando asiento para
compartir el recreo.
El gato estaba echado entre nosotros. A mi lado izquierdo había un
cardo. Frente a nosotros corría el arroyo.
—No te preocupes: no tengo apetito y además no es la hora del almuerzo.
—Siempre es preferible contar con reservas de alimentos. No vaya a ser
cosa que luego tengamos que comer pasto.
—No exageres, no estamos en un desierto. ¿De dónde salió ese aparato?
— ¿Qué aparato?
—El que interrumpió mi aseo.
— ¿Erchudichu? Es el mismo aparato que me ayudó a cruzar el alambrado.
— ¿Y eso? —me miraba a los ojos, arrugando el entrecejo.
Repentinamente comenzaban a caer cosas del cielo. Un objeto caía de
lleno en mi cráneo. Tocaba mi cabeza para comprobar que no había sangre en mi cabello.
Astor maullaba, parado en cuatro patas entre el tronco y el arroyo, a un par de
metros de nosotros, que mirando el cielo no reaccionábamos, tan tiesos como el
tronco, intentando comprender la misteriosa lluvia de objetos que seguía
cayendo alrededor nuestro. ¿Cómo imaginar que el aparato nos estaba lanzando
alimentos? Había arrojado no menos de una docena de ciruelas. Increíble pero
real pretendía ponernos a dieta.
— ¿Qué hace? —preguntaba Sofía, recién incorporada, con los brazos en
dirección al cielo.
—Nos da comida. ¡Erchudichu quiere alimentarnos!
Tal
vez no comprendan lo que ese gesto significaba en aquellos tiempos: no teníamos
comida y ese aparato pensaba en nuestras necesidades. Como relámpago en la oscuridad había
irrumpido en nuestro paradero para complacernos. Maravillado hasta los huesos
erguía el esqueleto. Con una sonrisa de oreja a oreja recogía las ciruelas. El
gato frotaba su cuello contra mis piernas. Quizá sentía celos. Acariciaba su
cola para que no se sintiera marginado. Los animales solemos ser irracionales,
pero eso ocurre porque tenemos sentimientos. ¿Erchudichu los tenía? Replantearlo
me erizaba la piel de los brazos. Iba y venía en las alturas, como si tuviera
que entretenernos. Por momentos volaba a ras del suelo y de pronto ascendía
varios metros, para luego venirse a pique y así repetir la secuencia de sucesos.
Ya había recogido media docena. Las había dejado en la superficie rasposa del tronco.
También había tomado a Sofía de sus manos tensas. Estaban sudadas. Tiritábamos.