Con el zángano a mis espaldas, llegábamos al alambrado, el mismo cerco
de alambres que con una púa filosa me había marcado. Tenía que soltar el gato
para poder atravesarlo. Sorpresivamente el drone aferraba sus garras al
alambrado y tironeaba hacia el cielo para que pudiera traspasarlo. Estaba incrédulo,
no tenía que esforzarme para superar los alambres espinados. El aparato estaba
de mi lado. Tanto era así que antes de cruzarlo extendía mi brazo izquierdo y lograba
tocarlo para poder acariciarlo. Él se dejaba acariciar, como si le gustara ser
mimado. Me sentía un extraño. La maraña nos esperaba del otro lado, sin embargo
el drone se estaba desviando. Como apóstoles de Cristo seguíamos sus pasos,
rasando la tierra nos enseñaba un camino desmalezado.