El pájaro metálico se estaba elevando, impidiendo que mis manos sudadas
pudiesen agarrarlo. Ni siquiera brincando lograba rasguñarlo. Retrocedía.
Corriendo con ligereza buscaba sorprenderlo con un nuevo salto. Mis esfuerzos
eran en vano. El gato seguía maullando. Colgado boca abajo sacudía sus patas
delanteras para todos lados. Me sentía un nabo. El drone conseguía burlarse de
mis desesperados esfuerzos para atraparlo. Por momentos descendía pero cuando
levantaba los brazos escapaba de mis manos. Me estaba hartando. No podía ser
paciente, el aparato me tomaba por zángano. De pronto liberaba el gato. Como
regalo del cielo caía en mis manos. Sano y salvo, me arañaba los brazos.
Créase o no, el aparato se mantenía estático. Esa cosa no hablaba pero yo
intuía que me decía: “listo, ahí tenés a tu gato, tan sólo quería divertirme un
rato”. Estupefacto, me quedaba contemplándolo. Tenía que regresar al alambrado.
Increíblemente el drone seguía mis pasos. No atacaba, la intuición me sugería
que podía ignorarlo, caso contrario no me hubiese entregado a Astor.