A paso lento orillaba la pequeña corriente de agua que, por el cauce
del arroyo, avanzaba sin sobresaltos. Un viento suave y agradable ventilaba mi rostro.
Los maullidos del gato orientaban mis pasos. Me veía forzado a penetrar un terreno
enmalezado. Algunas marañas superaban mi estatura. Sin titubeos me adentraba en
la hierba espesa. No contaba con un machete, ni siquiera un palo, por lo que
sólo tenía que valerme de las manos. A unos quince metros del arroyo hallaba un
alambrado. Estaba intacto. Encorvándome pasaba primero la pierna diestra. Luego
la cabeza. Una púa filosa raspaba mi espalda. Metiendo la mano en el cuello de
la camisa comprobaba que no me había lastimado. Nuevamente encaminado, usaba
las manos para atravesar la maleza. Los mosquitos, deseosos y sedientos,
picaban mis brazos. ¡Malditos insectos, no me daban tregua! Lanzando manotazos
perseguía espantarlos. A duras penas conseguía agobiarlos. Metro a metro la
vegetación se hacía menos densa, sin embargo una ingrata sorpresa me dejaba perplejo:
el gato Astor había sido capturado por el mismo aparato que horas antes había abandonado
en el poste del alambrado. Sujetado de sus patas traseras por cuatro garras
metálicas lloraba cual niño. Estaba incrédulo. A poco más de dos
metros del suelo el mismo aparato con que había tropezado intentaba quedarse
con mi amigo felino. Astor pesaba demasiado o el zángano desgraciado estaba
gozando. No podía quedarme de brazos cruzados, mi amigo, el gato, se había
quedado tieso como un palo. Embroncado, aceleraba mis pasos, anhelando atrapar
el zángano para despedazarlo y de inmediato sepultarlo.