Tenía que regresar al puente. Un gato manso, una mujer valerosa, un
caballo terco y un aparato enigmático necesitaban mi presencia. La acacia negra
me había esperanzado, pero teníamos que conseguir alimentos y luego pensar qué
sería de nuestras vidas. Después de todo merecíamos algo digno. Del tronco
había desprendido una espina. Metida en el bolsillo me alejaba de su hábitat,
recorriendo el mismo trayecto que me había conducido a su sombra. De repente me
detenía. Un extraño montículo de piedras descansaba en la tierra. Todas las
piedras cabían en la palma de mi mano. Eran no más de treinta. Un par de metros
delante hallaba hojas muy pequeñas. Muchas de ellas estaban enterradas y no
estaban secas. Su color aceitunado me alertaba que alguien acababa de realizar una ofrenda. ¿A la tierra? No lo sabía pero esas cosas me
recordaban a una civilización antigua.