domingo, 20 de marzo de 2016

ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #107)


Como un explorador me adentraba en su sombra densa. Tocaba su tronco. El contacto me daba fuerzas. Era una acacia de tres espinas. En Argentina siempre ha sido la acacia negra. Su altura sobrepasaba los diez metros. Era un gigante en medio de la nada, la clara representación de un milagro, o quizá una señal de resistencia. Su madera no latía pero esa planta irradiaba energía. Todas sus hojas eran verdoso-amarillentas. De las ramas caían vainas, similares a las chauchas, escoltadas por espinas que tranquilamente podían perforarme las palmas. Hasta el tronco era espinoso. Vaya que las tenía: casi me clavo una al perder la mirada en el imponente sol que asomaba entre las ramas. Éramos la planta y yo, unidos por la supervivencia. ¡Cuán sabia ha sido la naturaleza para dotar de espinar a aquella planta forastera! ¿Cómo podía explicarse que se hubiese enraizado en aquel lugar, aislada de su especie, entre tanta pampa desierta? Dios del Universo, eres grande. Créanme que giraba alrededor de la acacia y lagrimeaba. Nuestras vidas peligraban, sin embargo esa planta transmitía su entereza. Ella estaba ahí, de pie, resistiendo con firmeza, entregando su sombra a la tierra y pureza a quien la quisiera. ¡Cuánto tiempo ignorando lo majestuosa que podía ser la madre tierra!