Como un explorador me adentraba en su sombra densa. Tocaba su tronco. El
contacto me daba fuerzas. Era una acacia de tres espinas. En Argentina siempre
ha sido la acacia negra. Su altura sobrepasaba los diez metros. Era un gigante
en medio de la nada, la clara representación de un milagro, o quizá una señal
de resistencia. Su madera no latía pero esa planta irradiaba energía. Todas sus
hojas eran verdoso-amarillentas. De las ramas caían vainas, similares a las
chauchas, escoltadas por espinas que tranquilamente podían perforarme las
palmas. Hasta el tronco era espinoso. Vaya que las tenía: casi me clavo una al
perder la mirada en el imponente sol que asomaba entre las ramas. Éramos la
planta y yo, unidos por la supervivencia. ¡Cuán sabia ha sido la naturaleza
para dotar de espinar a aquella planta forastera! ¿Cómo podía explicarse que se
hubiese enraizado en aquel lugar, aislada de su especie, entre tanta pampa desierta?
Dios del Universo, eres grande. Créanme que giraba alrededor de la acacia y
lagrimeaba. Nuestras vidas peligraban, sin embargo esa planta transmitía su
entereza. Ella estaba ahí, de pie, resistiendo con firmeza, entregando su
sombra a la tierra y pureza a quien la quisiera. ¡Cuánto tiempo ignorando lo
majestuosa que podía ser la madre tierra!