Regresaba al puente. El caballo bebía agua del arroyo. Metros atrás Sofía
seguía durmiendo. El gato restregaba la cola contra sus piernas tendidas en el
suelo. No quería despertarla. Abandonando el aparato en el extremo superior de
un poste de alambrado me acercaba al potro. Al verme llegar, se corría a un
lado. Con la cola se daba azotes para espantar insectos. Los tábanos estaban
sedientos. De hecho me habían picado los brazos. Con la mirada puesta en el
horizonte llano, orillaba el arroyo. Un hormiguero detenía mis pasos. Sin
querer lo había pisado. Miles de hormigas padecían la destrucción de su reino. Me
quitaba las zapatillas. Algo me decía que tenía que cruzar el arroyo. Lo hacía.
El agua me llegaba a la cintura. Mi pantalón estaba empapado. Nada me detenía. Me
sentía un hipopótamo. Necesitaba caminar para esclarecer los pensamientos. Del
otro lado no había árboles. Tampoco pastizales. Esos campos parecían parques. Algunos
hoyos en la superficie me hacían presumir la existencia de quirquinchos.
Caminaba sin sentido, guiado por una brisa que me llevaba a cualquier lado. Me
volteaba. No menos de trescientos metros me distanciaban del arroyo. Seguía
avanzando. A lo lejos podía advertir la presencia de un árbol. Por su
forma era una acacia. Hacía el coloso de madera me dirigía, obnubilado por su
solitaria resistencia.