Amanecía. El cielo estaba limpio. Entre fétidos bostezos erguía el
esqueleto. Sofía seguía dormida. El gato había desaparecido. Con el estómago
vacío inspeccionaba las proximidades del puente. El arroyo era estrecho. ¿Dónde
estaba el caballo? Después de todo era libre. Caminaba. El pastizal mojaba mis
medias. No se oían chirridos. Repentinamente tropezaba, algo me había tirado al
suelo. Para mi bienestar me funcionaban los reflejos. En el pasto hallaba un
objeto. Arrodillándome en la superficie lo palpaba con las manos. ¡Era un
drone! Preso del pánico me arrastraba como una víbora acechada por un peligro.
Mi corazón latía más fuerte. Encima me había mordido la lengua. Nuevamente
estaba en presencia de un aparato perverso. Su indeseada aparición despertaba
los recuerdos: “mi casa, el exilio, Rita y una ausencia que todavía no entiendo,
el sótano, la destrucción de mis pertenencias, esas porquerías jodiéndonos la existencia”.
Estaba incrédulo. ¿Qué hacía esa cosa en medio del campo? No se movía. Estaba
indefensa. Tal vez destruida. Cogía una piedra. La lanzaba. Su carcasa estaba
intacta pero el aparato no respondía. Precavido, acortaba distancia. ¡Te odio
con toda mi alma pero esta vez te llevo conmigo!, le susurraba con rabia mientras
lo agarraba con fuerza.