Sofía zarandeaba mis hombros. Mi estado de reposo se veía postergado. El
caballo resoplaba de cansancio. No era para menos, pobre macho. En la altanera
oscuridad de los campos atisbábamos un puente. Astor se perdía de vista por un
talud de tierra y pasto. Las ranas croaban. Tal vez nos daban la bienvenida. Animados,
abandonábamos el lomo del caballo. Metros abajo había un arroyo. Debajo del
puente, un tramo de tierra. La orilla se ofrecía para refugiarnos de los tantos
peligros que nos venían acechando, entonces descendíamos, excepto el potro, que
se quedaba comiendo pasto.