Montados a caballo, nos alejábamos de la dimensión desconocida. No
teníamos destino, el caballo era nuestro guía. Astor buscaba cobijo entre mis
piernas. Se mostraba sosegado, quizá porque estaba exhausto. Yo también lo
estaba, bostezaba demasiado. Con las manos acariciaba los hombros de mi
compañera, tal vez para transmitirle mi presencia. Por momentos el caballo se
detenía, ante la falta de rebenque con mis piernas le exigía que no se
detuviera. Nos encaminábamos hacia el mismo camino de entrada por donde
habíamos arribado. Al igual que el caballo no conocíamos otra salida. Los
destellos de las bombas iluminaban el camino. Pese a todo estábamos serenos. En
los pocos instantes de silencio se oían chirridos, para nuestra calma eran insectos inofensivos.