Con Astor en mis manos, recorría pastizales, en busca de Sofía, que en
el venusto misterio de la noche reaparecía montada a caballo, sobre un potro
negro, tan imponente que me dejaba boquiabierto. “Encontré esta belleza en el
galpón, subite que te llevo”, comentaba con un tono alegre y confiado, agarrada
a sus crines cual domador experto. Ir en busca de las motos no tenía sentido:
no se veía nada, la casilla había desaparecido y había más criaturas que
mosquitos. Primero le pasaba el gato. De inmediato perseguía subirme al lomo
del caballo. No podía hacerlo. Me sentía un inútil, hasta que finalmente
lograba colgarme de su musculatura y como un jinete acomodar la entrepierna por
detrás de Sofía, quien arbitrariamente ordenaba al potro la partida, pero el
mamífero no acataba, se quedaba quieto, era más tozudo que una mula.
Presionando sus costillas con los talones lograba que avanzara unos metros; para
nuestra sorpresa se dirigía a la dimensión desconocida. Desesperado bajaba de
su lomo. Por cierto casi me lesiono una rodilla. Corría. No me daban las
piernas. Levantando las manos me paraba por encima de su morro. El caballo se
detenía. Estábamos tan cerca de la esfera que de hecho sentía ardor en la
cabeza.