El
cuerpo sin vida se iba marchando. Tal vez había llegado para mostrar la
realidad con desgarro. Mi cabeza era un pandemónium: ¿estábamos solos? Si el
cuerpo flotante estaba putrefacto, ¿en qué momento había expirado? Al igual que
nosotros, ¿había más gente luchando? ¿Quiénes habían comandado la flota de
drones? Estaba desolado. Simultáneamente preocupado: yo también podía
flotar en aquel arroyo, destripado. Sofía y el gato seguían reposando. Tenía que
hacer algo. Cualquier cosa menos echarme en el pasto. La puta madre, me sentía angustiado.
No hallaba sosiego para mi ánimo. Caminaba en círculos, moviendo los brazos
como un pájaro. Para mi desgracia no me elevaban ni un centímetro. Estaba
delgado pero tampoco era un espárrago. Las misteriosas hojas verdosas, enterradas
en el campo contiguo, me remontaban a tiempos lejanos. Cual navegante sin su
brújula andaba desorientado. Encima me sentía indefenso. Recordaba la acacia
negra para recibir un poco de consuelo.
Autor: Juan Manuel Giaccone / Contacto: giacconecontadores@gmail.com
domingo, 27 de marzo de 2016
sábado, 26 de marzo de 2016
ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #116)
La
media tarde había arribado. El paradero del caballo era incierto. Con mi mirada
extraviada intentaba rastrearlo pero no lograba avistarlo. Necesitaba asearme.
Para conseguirlo enterraba mis pies pestilentes en la superficie barrosa del
arroyo, a unos quince metros de Sofía y el gato, quienes al rayo del sol
descansaban con los cuerpos echados en el pasto. Erchudichu parecía un
satélite. Me había quitado el pantalón. Un calzoncillo negro cubría mis
genitales. En esos instantes tomaba conocimiento de que presentaba un gran agujero
en la zona del trasero. Con el arroyo hasta la cintura, salpicaba mi pecho. Repentinamente
un olor nauseabundo giraba mi torso. Olía a vaca muerta. Intranquilo, sumergía
las manos en las aguas fétidas. Algo había tocado. Sin darme cuenta estaba
rozando la pierna de un muerto. Arrastrado por la corriente, seguía su destino cruento.
Horrorizado, me alejaba del cauce. Nunca en mi vida había tocado un cadáver
humano.
viernes, 25 de marzo de 2016
ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #115)
Las ciruelas habían aliviado nuestros estómagos famélicos. Eran lo
suficientemente jugosas como para seguir comiendo. Nuestro almuerzo estaba
hecho. Tema aparte merecía nuestra cena, pero no podíamos vivir pendientes de
la comida. Sofía estaba en lo cierto: no vivíamos en un desierto. Los exiliados
no habían cosechado sus cultivos y esos campos ya no tenían dueño. En el peor
de los casos estábamos forzados a compartir las fértiles campiñas con las
criaturas alienígenas, porque los drones habían desaparecido y que yo supiera
no necesitaban comida. Me sentía un estanciero y no exagero.
ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #114)
Con las manos vacías, las siluetas de Sofía se instalaban en mis
recuerdos. Ella estaba a la vera del arroyo, vestida con la misma ropa de
siempre, otra no tenía, sentada en un tronco seco que también podía relajar mi cuerpo.
De hecho el gato estaba sentado a su lado. Vaya a saber uno por qué ese tallo
leñoso había terminado en aquel sitio, aislado de su especie, a la espera de su
petrificación.
—No pude conseguir alimentos —me lamentaba, tomando asiento para
compartir el recreo.
El gato estaba echado entre nosotros. A mi lado izquierdo había un
cardo. Frente a nosotros corría el arroyo.
—No te preocupes: no tengo apetito y además no es la hora del almuerzo.
—Siempre es preferible contar con reservas de alimentos. No vaya a ser
cosa que luego tengamos que comer pasto.
—No exageres, no estamos en un desierto. ¿De dónde salió ese aparato?
— ¿Qué aparato?
—El que interrumpió mi aseo.
— ¿Erchudichu? Es el mismo aparato que me ayudó a cruzar el alambrado.
— ¿Y eso? —me miraba a los ojos, arrugando el entrecejo.
Repentinamente comenzaban a caer cosas del cielo. Un objeto caía de
lleno en mi cráneo. Tocaba mi cabeza para comprobar que no había sangre en mi cabello.
Astor maullaba, parado en cuatro patas entre el tronco y el arroyo, a un par de
metros de nosotros, que mirando el cielo no reaccionábamos, tan tiesos como el
tronco, intentando comprender la misteriosa lluvia de objetos que seguía
cayendo alrededor nuestro. ¿Cómo imaginar que el aparato nos estaba lanzando
alimentos? Había arrojado no menos de una docena de ciruelas. Increíble pero
real pretendía ponernos a dieta.
— ¿Qué hace? —preguntaba Sofía, recién incorporada, con los brazos en
dirección al cielo.
—Nos da comida. ¡Erchudichu quiere alimentarnos!
Tal
vez no comprendan lo que ese gesto significaba en aquellos tiempos: no teníamos
comida y ese aparato pensaba en nuestras necesidades. Como relámpago en la oscuridad había
irrumpido en nuestro paradero para complacernos. Maravillado hasta los huesos
erguía el esqueleto. Con una sonrisa de oreja a oreja recogía las ciruelas. El
gato frotaba su cuello contra mis piernas. Quizá sentía celos. Acariciaba su
cola para que no se sintiera marginado. Los animales solemos ser irracionales,
pero eso ocurre porque tenemos sentimientos. ¿Erchudichu los tenía? Replantearlo
me erizaba la piel de los brazos. Iba y venía en las alturas, como si tuviera
que entretenernos. Por momentos volaba a ras del suelo y de pronto ascendía
varios metros, para luego venirse a pique y así repetir la secuencia de sucesos.
Ya había recogido media docena. Las había dejado en la superficie rasposa del tronco.
También había tomado a Sofía de sus manos tensas. Estaban sudadas. Tiritábamos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)