Habremos
recorrido mil metros. Nuestro zángano reducía la velocidad y el potro acataba,
encantado. Ya no galopaba, exhausto trotaba como un santo. Nos adentrábamos en
una zona boscosa. La vegetación era densa. Los árboles frondosos nos echaban su
sombra en la cara. En cierta forma, reconfortaban. Se oía el trino de unos
pájaros. El bello gorjeo de unos jilgueros nos llenaba de calma. Ringo se detenía
entre unos extraños árboles torcidos. También el drone que como un pájaro ya
descansaba en la rama de un pino. Curiosamente tenían los troncos curvados. Qué
pinos más extraños. Teníamos que abandonar el caballo. Lo hacíamos. Astor maullaba
pero no bajaba del mamífero. No había pasto. Las hojas se repartían a lo largo
y ancho de la superficie como un alfombrado. ¡Al fin estamos a salvo!,
comentaba Sofía y suspiraba, pero un ruido ensordecedor comenzaba a infundirnos
pánico. Tanto era así que Erchudichu daba un salto al vacío. Sonaba a motores
enfurecidos. Se multiplicaba, por todos lados. Entre las copas de los árboles
veíamos pasar objetos. Los identificábamos: eran drones, cientos y cientos de zánganos
cubrían el cielo y nos dejaban enmudecidos. Asistiendo a una odisea, finalizaba
una era.
FIN DEL CAPÍTULO II
FIN DE “ODISEA EN AMÉRICA”