Juntos a la par, y siempre motorizados,
abandonábamos la necrópolis. La ciudad era una lágrima. Las calles seguían
despobladas. Una horrible sensación de malestar afectaba mi estómago, pero no
tenía ganas de vomitar: las máquinas con inteligencia artificial nos habían
dado una bofetada. No podía sobrellevarla. ¿Tienen una idea lo que significa mirar
el cielo y no hallar nada, ni siquiera pájaros? Los malvados los habían
exterminado. Recordaba a Rita. ¿Acaso el gato la había cazado? No podía abrirle
la panza para confirmarlo. El muy cómodo viajaba entre el manubrio y mis piernas
fatigadas, como si nada pasara. La luz eléctrica del cementerio me había
servido para recargar la batería. Circulábamos por la misma avenida que nos
había alejado del centro urbano, sin conocer nuestra próxima estancia. A lo
lejos un semáforo se ponía en rojo. Era el primer dispositivo de tránsito que
veía funcionar desde que los tiranos los habían roto. Girando mi cuello a la
izquierda le pedía a Sofía que desacelerara. Poco antes de arribar a la senda
peatonal, frenábamos. El semáforo se volvía a poner en rojo. En aquella esquina
yacían los restos de un edificio. Ella me observaba, percibía su mirada
enigmática pese a que no la miraba.
— ¿Qué hacemos? —indagaba, preocupada.
—Demostrando a nuestras mentes que aún seguimos
siendo seres humanos.
Con el verde puesto, arrancábamos. El drone hallado
en el interior del ataúd me había perturbado demasiado.